PRIMERA JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES.
MISA CON EL PAPA: “TODOS SOMOS
MENDIGOS DE LO ESENCIAL, DEL AMOR DE DIOS”
“Hoy podemos preguntarnos: «¿Qué cuenta para mí
en la vida? ¿En qué invierto? ¿En la riqueza que pasa, de la que el mundo nunca
está satisfecho, o en la riqueza de Dios, que da la vida eterna?».
Esta es la elección que tenemos delante: vivir para tener en
esta tierra o dar para ganar el cielo. Porque para el cielo no vale
lo que se tiene, sino lo que se da, y «el que acumula tesoro para
sí» no se hace «rico para con Dios» (Lc 12,21)”.
Homilía del Papa Francisco
Tenemos la alegría de partir el pan de la Palabra,
y dentro de poco de partir y recibir el Pan Eucarístico, que son alimento para
el camino de la vida. Todos lo necesitamos, ninguno está excluido, porque todos
somos mendigos de lo esencial, del amor de Dios, que nos da el sentido de la
vida y una vida sin fin. Por eso hoy también tendemos la mano hacia Él para
recibir sus dones.
La parábola del Evangelio nos habla precisamente de
dones. Nos dice que somos destinatarios de los talentos de Dios, «cada cual según
su capacidad» (Mt 25,15). En primer lugar, debemos reconocer que tenemos
talentos, somos «talentosos» a los ojos de Dios. Por eso nadie puede
considerarse inútil, ninguno puede creerse tan pobre que no pueda dar algo a
los demás. Hemos sido elegidos y bendecidos por Dios, que desea colmarnos de
sus dones, mucho más de lo que un papá o una mamá quieren para sus hijos. Y
Dios, para el que ningún hijo puede ser descartado, confía a cada uno una
misión.
En efecto, como Padre amoroso y exigente que es,
nos hace ser responsables. En la parábola vemos que cada siervo recibe unos
talentos para que los multiplique. Pero, mientras los dos primeros realizan la
misión, el tercero no hace fructificar los talentos; restituye sólo lo que
había recibido: «Tuve miedo —dice—, y fui y escondí tu talento en la tierra;
mira, aquí tienes lo que es tuyo» (v. 25). Este siervo recibe como respuesta
palabras duras: «Siervo malo y perezoso» (v. 26). ¿Qué es lo que no le ha
gustado al Señor de él? Para decirlo con una palabra que tal vez ya no se usa
mucho y, sin embargo, es muy actual, diría: la omisión. Lo que hizo mal fue no
haber hecho el bien. Muchas veces nosotros estamos también convencidos de no
haber hecho nada malo y así nos contentamos, presumiendo de ser buenos y justos.
Pero, de esa manera corremos el riesgo de comportarnos como el siervo malvado:
tampoco él hizo nada malo, no destruyó el talento, sino que lo guardó bien bajo
tierra. Pero no hacer nada malo no es suficiente, porque Dios no es un revisor
que busca billetes sin timbrar, es un Padre que sale a buscar hijos para
confiarles sus bienes y sus proyectos (cf. v. 14). Y es triste cuando el Padre
del amor no recibe una respuesta de amor generosa de parte de sus hijos, que se
limitan a respetar las reglas, a cumplir los mandamientos, como si fueran
asalariados en la casa del Padre (cf. Lc 15,17).
El siervo malvado, a pesar del talento recibido del
Señor, el cual ama compartir y multiplicar los dones, lo ha custodiado
celosamente, se ha conformado con preservarlo. Pero quien se preocupa sólo de
conservar, de mantener los tesoros del pasado, no es fiel a Dios. En cambio, la
parábola dice que quien añade nuevos talentos, ese es verdaderamente «fiel»
(vv. 21.23), porque tiene la misma mentalidad de Dios y no permanece inmóvil:
arriesga por amor, se juega la vida por los demás, no acepta el dejarlo todo
como está. Sólo una cosa deja de lado: su propio beneficio. Esta es la única
omisión justa.
La omisión es también el mayor pecado contra los
pobres. Aquí adopta un nombre preciso: indiferencia. Es decir: «No es algo que
me concierne, no es mi problema, es culpa de la sociedad». Es mirar a otro lado
cuando el hermano pasa necesidad, es cambiar de canal cuando una cuestión seria
nos molesta, es también indignarse ante el mal, pero no hacer nada. Dios, sin
embargo, no nos preguntará si nos hemos indignado con razón, sino si hicimos el
bien.
Entonces, ¿cómo podemos complacer al Señor de forma
concreta? Cuando se quiere agradar a una persona querida, haciéndole un regalo,
por ejemplo, es necesario antes de nada conocer sus gustos, para evitar que el
don agrade más al que lo hace que al que lo recibe. Cuando queremos ofrecer
algo al Señor, encontramos sus gustos en el Evangelio. Justo después del pasaje
que hemos escuchado hoy, Él nos dice: «Cada vez que lo hicisteis con uno de
estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Estos
hermanos más pequeños, sus predilectos, son el hambriento y el enfermo, el
forastero y el encarcelado, el pobre y el abandonado, el que sufre sin ayuda y
el necesitado descartado. Sobre sus rostros podemos imaginar impreso su rostro;
sobre sus labios, incluso si están cerrados por el dolor, sus palabras: «Esto
es mi cuerpo» (Mt 26,26). En el pobre, Jesús llama a la puerta de nuestro corazón
y, sediento, nos pide amor. Cuando vencemos la indiferencia y en el nombre de
Jesús nos prodigamos por sus hermanos más pequeños, somos sus amigos buenos y
fieles, con los que él ama estar. Dios lo aprecia mucho, aprecia la actitud que
hemos escuchado en la primera Lectura, la de la «mujer fuerte» que «abre sus
manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre» (Pr 31,10.20). Esta es la
verdadera fortaleza: no los puños cerrados y los brazos cruzados, sino las
manos laboriosas y tendidas hacia los pobres, hacia la carne herida del Señor.
Ahí, en los pobres, se manifiesta la presencia de
Jesús, que siendo rico se hizo pobre (cf. 2 Co 8,9). Por eso en ellos, en su
debilidad, hay una «fuerza salvadora». Y si a los ojos del mundo tienen poco
valor, son ellos los que nos abren el camino hacia el cielo, son «nuestro
pasaporte para el paraíso». Es para nosotros un deber evangélico cuidar de
ellos, que son nuestra verdadera riqueza, y hacerlo no sólo dando pan, sino
también partiendo con ellos el pan de la Palabra, pues son sus destinatarios
más naturales. Amar al pobre significa luchar contra todas las pobrezas,
espirituales y materiales.
Y nos hará bien acercarnos a quien es más pobre que
nosotros, tocará nuestra vida. Nos hará bien, nos recordará lo que verdaderamente
cuenta: amar a Dios y al prójimo. Sólo esto dura para siempre, todo el resto
pasa; por eso, lo que invertimos en amor es lo que permanece, el resto
desaparece. Hoy podemos preguntarnos: «¿Qué cuenta para mí en la vida? ¿En qué
invierto? ¿En la riqueza que pasa, de la que el mundo nunca está satisfecho, o
en la riqueza de Dios, que da la vida eterna?». Esta es la elección que tenemos
delante: vivir para tener en esta tierra o dar para ganar el cielo. Porque para
el cielo no vale lo que se tiene, sino lo que se da, y «el que acumula tesoro
para sí» no se hace «rico para con Dios» (Lc 12,21). No busquemos lo superfluo
para nosotros, sino el bien para los demás, y nada de lo que vale nos faltará.
Que el Señor, que tiene compasión de nuestra pobreza y nos reviste de sus
talentos, nos dé la sabiduría de buscar lo que cuenta y el valor de amar, no
con palabras sino con hechos.
Raúl Cabrera - SPC