"Y dijo a los discípulos: Sentaos aquí
mientras yo voy más allá y hago oración. Y llevándose consigo a Pedro y a los
dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo
entonces: Mi alma está triste hasta la muerte. Aguardad aquí y velad
conmigo" (11)
¿Cómo es posible que ahora Jesús tenga tanto
miedo de esos hombres y, especialmente, si se tiene en cuenta que nada sufriría
su cuerpo si Él no lo permitiera? Consta, además, que sus mártires corrían
hacia la muerte prestos y alegres, mostrándose superiores a tiranos y
torturadores, y casi insultándoles. Si esto fue así con los mártires de Cristo,
¿cómo no ha de parecer extraño que el mismo Cristo se llenara de terror y
pavor, y se entristeciera a medida que se acercaba el sufrimiento? ¿No es acaso
Cristo el primero y el modelo ejemplar de los mártires todos?
Pues, el miedo a la muerte o a los tormentos
nada tiene de culpa, sino más bien de pena: es una aflicción de las que Cristo
vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror
ante los suplicios; el hombre fuerte aguanta y resiste los golpes, el insensato
ni los siente siquiera. Sólo un loco no teme las heridas, mientras que el
prudente no permite que el miedo al sufrimiento le separe jamás de una conducta
noble y santa. Sería escapar de unos dolores de poca monta para ir a caer en
otros mucho más dolorosos y amargos.
Si alguien es llevado hasta aquel punto en
que debe tomar una decisión entre sufrir tormento o renegar de Dios, no ha de
dudar que está en medio de esa angustia porque Dios lo quiere. Tiene de este
modo el motivo más grande para esperar de Dios lo mejor: o bien Dios le librará
de este combate, o bien le ayudará en la lucha, y le hará vencer para coronarlo
como triunfador. Porque "fiel es Dios que no permitirá seáis tentados
sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma prueba os hará sacar provecho para
que podáis sosteneros" (13).
Por Santo Tomás Moro
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