Dios no se parece a nadie ni a nada. Reclama extrema
vigilancia para esperar en todo momento lo que es, novedad continua, hasta el
punto de que el asombro se apodera de cuerpo y alma.
La vigilancia me dispone para percibir lo imperceptible.
¿Pueden verlo mis ojos, oírlo mis oídos, olerlo mis narices, saborearlo y
nombrarlo mi boca, tocarlo y acariciarlo mis manos, pisarlo mis pies y caminar
por él? “Te habías ido ya y tu pie pisaba / mi corazón en un huir sin término /
cual si él fuera el camino / que te llevaba para siempre” (Juan Ramón Jiménez)
Dios es novedad continua. Ya no es lo que fue. Ya no será
lo que es. Necesito estarme vistiendo con el traje de la transparencia para
percibirlo aconteciendo en mí, sol siempre a punto de anunciar la aurora.
Me dispongo para apropiarme el gesto de María: “Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador,
porque ha mirado la pequeñez de su esclava”.
María me enseña a unir durante todo el día mi pequeñez
con la grandeza, el secreto de la humildad.
P. Hernando Uribe
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