El poder
amenazado es quizá lo que nos recuerda la figura de Herodes el Grande. Su
gobierno que duró por casi cuatro décadas está marcado por una vorágine de
hechos dolorosos y crueles, el asesinato selectivo de toda la familia asmonea y
luego el de su esposa, la eliminación de sus hijos y parientes cercanos por
creer que tramaban hacerse con su poder, este es el rey que aparece mencionado
en los evangelios y a quien se le atribuye la matanza de los niños en Belén y
las regiones vecinas.
La
matanza de los niños inocentes parece ser la característica del poder que
quiere ser Dios. En efecto, allí en donde el poder se absolutiza lo que está en
peligro es la vida. No se puede proteger la vida en donde el poder quiere
divinizarse asimismo, porque al hacerlo, exigirá cada vez más la inmolación y
el sacrificio sin consideraciones de la persona humana. Herodes encarna ese
tipo de poder que muchos reyes y soberanos han pretendido construir a lo largo
y ancho de la historia, un poder que lleva en sus entrañas el sello del
desprecio más arrogante a la vida del hombre, un poder que ve sin valor alguno
la existencia frágil de un niño aun no nacido.
Herodes
no puede leer en el cielo el mensaje que Dios mismo ha revelado a los reyes
magos, estos en actitud humilde, reconociéndose pequeños ante un acontecimiento
que no pueden explicar y que los sobrepasa, comprenden y descubren el misterio
de este niño rey que será siempre una amenaza para quien entiende el poder en
la forma de Herodes. Herodes no pudo ser iluminado por la luz de lo alto, el
brillo de su poder humano le impidió contemplar aquel resplandor inmortal de un
pequeño nacido en la más absoluta pobreza. Herodes no pudo ver la luz de aquél
bebé recién nacido, ni pudo disfrutar de su paz, porque ésta, sólo se puede
recibir si existe en el corazón una actitud humilde y reverente para aceptar este
niño como Rey y Señor.
P. CARLOS
ALBERTO MONSALVE SALINAS
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