En esos momentos, necesitamos abrir la
mente a una verdad que salva:
Cristo
no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Lc 5,32).
En
vez de dejar al mal destruir mi vida, necesito abrir una rendija a Dios. Sólo
entonces Cristo podrá venir a mi casa, cenar conmigo, derramar el aceite de la
misericordia sobre mis heridas, sacar mi alma de pesimismos enfermizos.
Abrir
una rendija a Dios es posible siempre. Basta con recordar que el Maestro no ha
dejado a los hombres. Cristo sigue en los mil caminos de la historia humana,
tras las huellas de cada oveja perdida. Sigue tras mis pasos, respetuoso, en
silencio, pero con un amor que quema, que purifica, que sana.
Hoy
puedo abrirle la puerta de mi alma. Entonces Jesús entrará. Me dará fuerzas
para llorar mis pecados con lágrimas confiadas. Me impulsará a invocar y acoger
su misericordia en el sacramento de la confesión. Me ayudará a perdonar y a
pedir perdón a quien haya herido con mis actos egoístas. Me invitará, revestido
con una túnica blanca, a participar, ya aquí en la Tierra, en el gran banquete
de la alegría de los cielos.
Autor:
Padre Fernando Pascual, L.C.
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